La última dictadura militar argentina (1976-1983): la ingeniería del terrorismo de Estado
Contexto
Para comprender la singularidad de la última dictadura argentina (1976-1983) y su particularidad de ser la experiencia más cruenta, en materia de violaciones a los derechos humanos, del Cono Sur de América Latina, es preciso trazar algunas líneas históricas características del siglo XX.
El régimen militar iniciado en 1976 no es una experiencia aislada sino la expresión más álgida de una sucesión de intervenciones militares (1930-1932, 1943-1946, 1955-1958, 1962-1963, 1966-1973). Esta serie de experiencias autoritarias, como una constante propia de la historia argentina del siglo, puede ser explicada desde diversos enfoques y siguiendo distintas dimensiones de análisis. En primer término, quienes se concentran en el funcionamiento del sistema político apelan al concepto de «pretorianismo» para dar cuenta de la alternancia naturalizada entre partidos políticos y militares que, tácitamente, establecen un juego pendular entre autoritarismo y democracia dentro del mismo régimen político. En este esquema, las intervenciones militares no suponen una salida del sistema político sino una posibilidad válida del juego político. La validación de esta alternativa está dada por la «pérdida de fe en la democracia» de la mayoría ciudadana que, entonces, da su apoyo a estas empresas dotándolas de legitimidad (cfr. Quiroga, 2004).
Otros autores, sin perder de vista la relación Estado-sociedad, hacen foco en la dinámica social y encuentran a dicho proceso solidario con una lógica ascendente de militarización de la sociedad y de politización de las fuerzas armadas: así como en 1930 los protagonistas del golpe militar fueron un general retirado y los cadetes del Colegio Militar, en 1976 los emprendedores son los comandantes en jefe de la corporación militar (cfr. Mallimaci, 1995: 233). Esto fue dando lugar a la lenta conformación de pautas de sociabilidad y transacciones de sentido que construyeron una cultura política e ideológica que naturalizó el recurso a la violencia como forma eficaz y legítima de dirimir los conflictos. Junto con el siglo se inaugura una batería de leyes destinadas al disciplinamiento social. Se sancionaron: en 1901 la ley 4.031 de Servicio Militar Obligatorio, para «civilizar» a la población masculina, en 1902 la ley 4.144 de Residencia, para expulsar a los extranjeros «disolventes», y en 1910 la ley 7.029 de Defensa Social, que prohibía las asociaciones y/o reuniones de propagación anarquista y sancionaba como delito el regreso de los expulsados.
Paulatinamente, al calor de las intervenciones militares, se reforzó un contexto social de alta tolerancia al tratamiento del «otro» por la vía represiva. En efecto, ya durante la intervención militar iniciada en 1930 se dio creación a la «Sección Especial» de la Policía Federal, especializada en combatir al comunismo y dirigida por Leopoldo Lugones (hijo), conocido por innovar con el uso de la picana eléctrica durante los interrogatorios a prisioneros políticos (Funes, 2004: 36). De allí en más la tortura se convirtió en una modalidad sistemática y aplicada tanto a presos políticos como a delincuentes comunes (Calveiro, 1998: 25). A su vez, la práctica represiva no fue privativa de instituciones de encierro, como las cárceles, sino que tuvo diversas manifestaciones en el espacio público: en 1955, el bombardeo protagonizado por 29 aviones de la Marina a una concentración de civiles en Plaza de Mayo, a la Casa de Gobierno y a residencia presidencial dejó un saldo de más de 300 personas muertas y cientos de heridos, en el intento frustrado de clausurar el capítulo peronista de la historia argentina. Este hecho inició una proscripción de 18 años del partido político que representaba a la mayoría electoral. A la proscripción política le siguió el secuestro del cadáver de Eva Perón, la represión a los cuadros del movimiento y el esfuerzo por «desperonizar a la sociedad» por la fuerza, llegando incluso a prohibir el nombre propio del líder y las alusiones al «peronismo», que fueron vedados por decreto (Calveiro, 2006: 28).
Para algunos analistas, la proscripción del peronismo, aunque producida en el marco de una experiencia democrática escasamente republicana y pluralista, ejercida en la creencia de que la democracia «formal» no debía obstaculizar la «real», fue la estocada que logró dar por tierra con toda credibilidad en la restauración democrática. En ese contexto de erosión de la legitimidad democrática, el sistema político perdió eficacia para la resolución de los conflictos sociales, los cuales pasaron a dirimirse en otros escenarios, donde los agentes corporativos (empresarios, sindicalistas, militares y especialistas religiosos) cobraron mayor protagonismo (cfr. Romero, 2001). Los gobiernos electos de Frondizi (1958-1962) e Illia (1963-1966), que surgieron de este proceso, debieron convivir con el «corset» de una «libertad vigilada», tensionada por la sucesión de planteos militares que, finalmente, se concretaron en golpes de Estado que dieron por término sendos períodos.
El uso de la fuerza corporativa convivió con el recurso a la violencia como alternativa natural. La resolución sangrienta de la sublevación civil y militar de junio de 1956 marca otro hito en esta dinámica social. La rebelión peronista, protagonizada fundamentalmente por suboficiales del ejército con apoyo y participación civil se inscribía en el contexto efervescente de una resistencia obrera suficientemente organizada como para poner en práctica todo un dispositivo de protesta: huelgas, sabotajes a la producción y acciones armadas. Las alianzas tejidas entre sindicalistas y militares tuvieron una respuesta implacable por parte del gobierno militar en ejercicio, que decretó la ley marcial, aplicó un procedimiento sumario y condenó a fusilamiento a los líderes y sospechosos de rebeldía (Rouquié, 1978: 137). El resultado fueron 27 fusilamientos, un escándalo, que pasaría a la historia con el nombre de «operación masacre», acuñado por el periodista Rodolfo Walsh, quien denunció la ejecución del general Juan José Valle, quien asumió públicamente la responsabilidad del levantamiento y fue fusilado por fuera del plazo de vigencia de la ley marcial; el fusilamiento del teniente Alberto Abadie, arrancado del hospital donde se encontraba recuperándose y el secuestro de una decena de obreros peronistas sacados de su domicilio, llevados a los basurales de José León Suárez y masacrados (Duhalde, 1999: 35). A pesar del estado público de tales sucesos, se puso en marcha un proceso de sofisticación burocrática del aparato represivo que de aquí en más creció, independientemente de si se trataba de gobiernos militares o civiles. Así, un sinnúmero de militantes peronistas fueron detenidos bajo las disposiciones de seguridad puestas en vigencia durante el gobierno de Frondizi. La medida más relevante fue la aplicación en 1960 del Plan CONINTES (Conmoción Interna de Estado) que habilitaba amplias atribuciones a las fuerzas armadas para combatir a los «elementos» que crearan «disturbios internos» (James, 1990: 167). De este modo, la originalidad del catálogo local incorporaba al «peronismo» junto con el estipulado «comunismo», de carácter internacional, fichado y vigilado sin interrupciones, aunque con diversos énfasis, desde las primeras décadas del siglo.
Solidariamente, a tono con el clima de Guerra Fría imperante, se inaugura en Buenos Aires, en 1961, ante la presencia del presidente Frondizi, un curso interamericano de guerra contrarrevolucionara en la Escuela Superior de Guerra, con la participación de instructores franceses, experimentados en los conflictos de Vietnam, Indochina y Argelia (cfr. Rouquié, 1978: 159). Las relaciones entre militares argentinos e instructores franceses se nutrieron tanto de este espacio institucional de intercambio abierto en la sede del ejército como de las relaciones informales entabladas con los oficiales franceses que, contemporáneamente, ingresaron al país de manera clandestina, huyendo de sus condenas a muerte en Francia por su participación en la Organización de la Armada Secreta (OAS) (cfr. Robin, 2005).
En paralelo se profundizan las relaciones entre los militares argentinos y norteamericanos. Obedeciendo a la presión del ejército, el presidente Illia firmó en 1964 un tratado de asistencia militar con Estados Unidos por medio del cual el país recibirá «materiales» por la suma de 18 millones de dólares entre 1964 y 1965. Este tratado se sumaba a las relaciones de intercambio doctrinario entablado en torno a los cursos impartidos desde la Escuela de las Américas, abierta en 1946.
Ambas escuelas, la francesa y la norteamericana, fueron decisivas en la consolidación de una competencia profesional en técnicas de guerra contrarrevolucionaria.
El golpe de Estado de 1966-1973 inaugura la modalidad represiva de desaparición de personas, aunque practicada de manera esporádica y sin llegar a cristalizar un modus operandi . Entre 1970 y 1972 se produjo alrededor de una docena de desapariciones, de las cuales solo se recuperó un cuerpo (Duhalde, 1999: 39-40). El régimen inicia, también, un nuevo formato de intervención, que deja de ser transitorio entre un poder civil y otro, para estar fundado en un proyecto refundacional de la política y la sociedad, con metas sin plazos, orientado a institucionalizar la función tutelar de la corporación militar en el Estado.
Al mismo tiempo, en el clima triunfante de la revolución cubana, la violencia política por la vía insurreccional se instala socialmente como una alternativa plausible y legítima para oponer a la represión militar e instrumentar el cambio social. Las organizaciones armadas ensayan sus primeras acciones entre 1968 y 1970. En esta etapa, al estilo «Robin Hood», buscan la eficacia simbólica y la adhesión social por sobre la destrucción de un enemigo militar. Para ello combinan un mínimo uso de violencia con una alta selectividad en los objetivos, con vistas a lograr una eficacia simbólica capaz de ganar el apoyo y la colaboración pública. En este sentido, la guerra de guerrillas urbana practicada se diferencia de la estrategia al azar e indiscriminada de violencia propia de las «acciones terroristas» (Gillespie, 1987: 109), las cuales procuran sembrar el terror entre la sociedad civil y mostrar la debilidad del Estado para garantizar la seguridad y el orden público.
En paralelo, entre 1969 y 1971 tiene lugar un ciclo de protestas obrero-estudiantiles protagonizadas en el interior del país (especialmente en Córdoba, Tucumán, Rosario y Mendoza) de una violencia inusitada. Por el nombre de «Cordobazo» (1969) se conoció el estallido social de tres días que dejó un saldo de 16 muertos, numerosos heridos y más de 2000 detenidos (Rapoport, 2007: 619). Si los sucesos del Cordobazo señalaron «el principio del fin» del gobierno del gral. Juan Carlos Onganía, la repercusión social del asesinato del general retirado Pedro Eugenio Aramburu, en junio de 1970, concretado por la organización político-militar Montoneros, logró ponerle definitivamente término. Onganía fue depuesto por los altos mandos militares diez días después del asesinato. La renovación de la figura presidencial, ahora ocupada por el gral. Roberto Levingston, fue seguida de un cambio de políticas a partir de la adopción de medidas de apertura y liberalización del régimen.
Sin embargo, la búsqueda de una solución política no impidió nuevos episodios de violencia represiva: agosto de 1972 fue un mes trágico para las organizaciones armadas. El intento de fuga de prisioneros políticos de Montoneros, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAR), reclusos en la prisión de Rawson, resultó en buena parte fallido y desencadenó la llamada «masacre de Trelew». 16 de los 25 que habían planeado la huída no consiguieron alcanzar el avión que los esperaba en el aeropuerto de Trelew, fueron obligados a rendirse, llevados a la base Almirante Zar y fusilados clandestinamente (Gillespie, 1987: 149). Estas ejecuciones ilegales fueron acompañadas de asesinatos (alrededor de 100), detenciones y torturas (500 aproximadamente), perpetradas durante todo el período 1966-1973 según denuncias de Montoneros (Gillespie, 1987: 148). La represión ilegal convivió con una estrategia de creación de dispositivos legales orientados a castigar la violencia política. En mayo de 1971, por medio de la ley 19.053, el presidente militar Alejandro Agustín Lanusse dio creación a la Cámara Federal en lo Penal de la Nación, con competencia en todo el territorio nacional para juzgar en única instancia a delitos que atentaran contra el «sistema institucional argentino y que afectan de manera directa los más altos intereses nacionales» (Mensaje de Elevación del Proyecto - Jurisprudencia Argentina, Anuario de Legislación Nacional – Provincial, Tomo 1971a: 407).
A pesar de esto, y tras siete años de régimen militar, las organizaciones armadas siguen vigentes en el escenario político e incluso, en algunos casos, acrecientan su adhesión e influencia política. Mientras que las organizaciones guevaristas persistieron en su estrategia militarista, Montoneros capitalizó la expectativa del retorno del peronismo al poder por la vía electoral, abierta por la desarticulación del Gran Acuerdo Nacional por Perón y por el éxito de las alianzas tejidas entre las distintas fuerzas políticas, que reclamaban un proceso electoral «sin vetos ni proscripciones». En este nuevo marco, Montoneros viró su estrategia, se concentró en la actividad legal y articuló sus acciones en distintos frentes de masas.
La victoria electoral del peronismo en 1973 y su retorno al poder, en lugar de unir los distintos frentes de lucha, volvieron flagrante la polarización ideológica en el seno de las organizaciones políticas. La «masacre de Ezeiza», con ocasión de la ansiada vuelta de Perón, después de 18 años de exilio, se convirtió en un escenario para medir fuerzas y desencadenó el enfrentamiento armado entre los sectores «revolucionarios» del peronismo y las expresiones más «ortodoxas» ligadas a la «burocracia sindical». Rápidamente, el líder en ejercicio de gobierno inclinó la balanza en favor de los segundos. La medida emblemática fue la reforma del Código Penal que introdujo, para las acciones guerrilleras, penas más severas que las vigentes bajo el régimen militar anterior y habilitó, a su vez, la represión de las huelgas consideradas ilegales (De Riz, 2000: 149). Tras su muerte, en julio de 1974, el ala revolucionaria del movimiento decidió retomar sus acciones clandestinas. La estrategia inicial de mantener las organizaciones de superficie se frustró rápidamente, tras la evidencia de que los distintos frentes de masas de la Juventud Peronista que integraban la llamada Tendencia Revolucionaria estaban fuertemente identificados con Montoneros y eran, por ello, demasiado vulnerables a la represión como para desempeñar un papel de exponentes legales de su estrategia política. A partir de aquí el creciente militarismo de la organización fue asimilado a un progreso político. La escalada militar de la organización fue erosionando el trabajo de ligazón con las masas y se tradujo en la práctica en la búsqueda de contrarrestar el apoyo social con una mayor sofisticación del poder militar. Los blancos pasaron a ser los «traidores» del propio movimiento peronista, diversos empresarios representantes de grandes monopolios y cualquier uniformado o miembro de las fuerzas militares y paramilitares. El diseño de estos operativos militares contempló la acción conjunta con las organizaciones guevaristas. Aún en esta escalada militar, y en medio de un proceso de aislamiento social, conservan un enemigo definido y se abstienen de producir acciones de terrorismo al azar en lugares públicos concurridos, más propias del fenómeno europeo. Con todo, el terror, por ser por definición un fenómeno subjetivo, deja un margen librado a las circunstancias específicas, que se vuelven decisivas para la discriminación en torno a la calificación de determinados actos individuales de violencia como «acciones de terrorismo» (Gillespie, 1987: 109). Estas razones, esbozadas por Gillespie (1987), responden a inquietudes teóricas por discriminar entre los métodos de guerrillas urbanas del terrorismo político, antes que a un «tabú nominalista» que se resiste a usar el término «terrorismo» para las prácticas armadas de los años sesenta y setenta, consolidado -según Vezzetti- en la posdictadura entre los protagonistas de la época, los agentes de memoria y ciertos analistas del campo de las ciencias sociales (Vezzetti, 2009:83).
A su vez, la decisión de retorno a la clandestinidad en 1974 respondió no sólo a una percepción de agotamiento de los canales legales, sino también, en buena medida, a una estrategia defensiva frente a la creciente ofensiva de grupos paramilitares como la «Alianza Anticomunista Argentina» o el «Comando Libertadores de América», ligados a funcionarios del aparato estatal, responsables de no menos de 900 asesinatos durantes el período 1973-1975 (Novaro y Palermo, 2003: 73).
Hacia finales de 1974, el asesinato, por parte de Montoneros, del jefe de la Policía Federal, Alberto Villar, tuvo como resultado político la declaración de Estado de Sitio, a la par que se multiplicaron las detenciones de personas a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) llegando a alcanzar la cifra de 5.182 casos al momento del golpe de Estado de 1976 (cfr. CONADEP, 1984: 408). La declaración, en 1975, del decreto-presidencial Nº 261 (05/02/1975), refrendado por el Congreso, ordenando el «aniquilamiento del accionar subversivo» para el territorio de la provincia de Tucumán, apuntó en gran parte a desarticular el foco insurgente del ERP. Medidas, de este tipo, tomadas bajo el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, permitirían la incorporación de las bandas -antes paramilitares- a las filas de una burocracia represiva especializada. El llamado «Operativo Independencia», implementado en Tucumán, ensayaría en una pequeña escala procedimientos de represión clandestina que serían amplificados y perfeccionados durante la última dictadura militar.
Autores intelectuales, organizadores y demás protagonistas
A partir del golpe de Estado de 1976, el sistema de desaparición de personas adquiere una escala nacional y una sofisticación burocrática que hace uso de los recursos e instalaciones estatales: se convierte en la modalidad represiva por excelencia (cfr. Calveiro, 2006). Si bien, tras la intervención militar, la junta de gobierno integrada por las tres armas (Ejército, Marina y Aeronáutica) estableció consejos de guerra militares con facultades para dictar sentencias de muerte, este instrumento solo fue usado en casos considerados de «peligrosidad mínima», la mayoría de los cuales fueron juzgados así luego de circular previamente por el sistema ilegal (Novaro y Palermo, 2003: 82). De hecho, la estrategia represiva dejó de girar en torno al sistema legal de cárceles para estructurarse en el sistema clandestino de detención y desaparición de personas. Esta estrategia, que más tarde se conceptualizó como «terrorismo de Estado», supuso la división proporcional del territorio nacional en zonas de injerencia de las distintas armas. Sobre la división trazada en 1975 por el Ejército en cinco zonas, cada una de las cuales correspondía a un cuerpo de su formación, una vez iniciada la dictadura, se diseñaron zonas especiales bajo jurisdicción de la Armada y la Aeronáutica. La bibliografía no coincide en este punto. Vázquez documenta la división en cuatro zonas, en lugar de cinco: la Patagonia bajo el quinto cuerpo del Ejército, la Capital Federal bajo el primero, el Litoral bajo el segundo y toda la región del Centro, Cuyo y el Norte Argentino bajo el tercero (Vázquez, 1985: 28). A su vez, las zonas se dividían en subzonas a cargo de brigadas y éstas en áreas al mando de distintos regimientos (Novaro y Palermo, 2003: 118). En esta cartografía se registró en aquel momento la existencia de 340 clandestinos de detención (CCD) en 11 de las 23 provincias argentinas. Fueron, en algunos casos, dependencias que ya funcionaban como sitios de detención. En otros se inauguraron en locales civiles, dependencias policiales y asentamientos militares. Los CCD respondían a una doble conducción, por una parte a los denominados «grupos de tareas» (GT) o «patotas», conformados generalmente por efectivos de la fuerza a la cual correspondía el establecimiento bajo la dirección de un jefe y, por otra, a los responsables de cada zona en cuestión. (CONADEP, 1984: 257). Esta ingeniería se articulaba con la red de servicios de inteligencia militar y estatal que llevaban adelante el seguimiento, fichaje y clasificación de potenciales víctimas, así como el archivo de la información obtenida de los secuestrados y la elaboración de informes a las cúpulas militares.
La secuencia de los «operativos» llevados adelante por los GTs seguía un modus operandi relativamente estable. El primer paso requería la coordinación de distintas fuerzas represivas. Esto suponía pedir «luz verde» en la jurisdicción policial para poder actuar. Una vez declarada el área liberada se procedía al secuestro de la víctima, ya fuera en su domicilio personal (62%), en la vía pública (24,6%), en el lugar de trabajo (7%) o de estudio (6%). La mayoría de los secuestros eran realizados durante la noche (62%) (CONADEP, 1984: 17y 25). La víctima, entonces, era secuestrada (»chupada»), encapuchada (»tabicada») e ingresada a un CCD. Allí, el rito iniciático era la tortura bajo argumento de obtener la mayor información lo más rápido posible, en muchos casos, sin embargo, la tortura se prolongaba durante el período de cautiverio, tanto la física como la psicológica. El abanico de los métodos empleados, según palabras de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), «sobrecoge por la imaginación puesta en juego» (1984: 26). La deshumanización de la víctima, identificada por un número y las pésimas condiciones sanitarias y alimenticias, formaban parte del proceso tortuoso. Los destinos posibles podían ser la «recuperación» e incorporación al staff de los agentes de la represión, la «liberación», generalmente asociada a la legalización bajo disposición del PEN o el «traslado», que era sinónimo de asesinato y desaparición del cuerpo. El «operativo» incluía el saqueo de los bienes de la víctima en el momento del secuestro en su domicilio o mediante una segunda incursión. El «botín de guerra» incluyó el robo de bebés, detenidos con sus madres o nacidos en cautiverio y dados posteriormente en adopción.
Esta ingeniería represiva tuvo la particularidad de funcionar como una maquinaria de engranajes, cuya segmentación dividía el trabajo diluyendo las responsabilidades, dotando a los procedimientos de una apariencia burocrática consistente en la ejecución de tareas rutinarias y mecánicas, a la vez que, lograba involucrar a gran parte de la corporación militar en su conjunto.
Aunque la «lucha contra la subversión» funcionó como el principal factor de cohesión interna y legitimación externa de las fuerzas de seguridad, aún así no estuvo exenta de un sinnúmero de conflictos intra e interfuerzas (cfr. Canelo, 2004). El levantamiento del comandante del III Cuerpo del Ejército Luciano B. Menéndez contra el comandante en jefe Roberto Viola, frente a la «liberación» del detenido Jacobo Timerman, ex director del diario La Opinión el 28 de agosto de 1979 es un ejemplo emblemático de tales tensiones (Canelo, 2004: 286). A su vez, la estrategia represiva involucró la participación de civiles que, pragmáticamente, se hicieron eco de la necesidad de «erradicar a la subversión de la Argentina». Este proceso habilitó la racionalización de estructuras institucionales diversas: empresas, escuelas, sindicatos, iglesias. Por ejemplo, la denuncia de supuestos «terroristas» fue muchas veces una forma eficaz de resolver problemas gremiales: el caso de Ford en Gral. Pacheco (provincia de Buenos Aires), donde funcionó un CCD durante varios meses es un ejemplo paradigmático (Novaro y Palermo, 2003: 115).
En cuanto a las responsabilidades, «el funcionamiento del aparato represivo clandestino involucraba así a los altos mandos de las fuerzas, en forma casi total en el caso del Ejército, a varios miles de oficiales y suboficiales militares y policiales y a un número considerable de agentes civiles» (Novaro y Palermo 2003: 118).
El derrumbe precipitado del régimen a partir de la derrota de la guerra de Malvinas apuró la transición a la democracia, y activó mecanismos corporativos orientados a clausurar la cuestión de las responsabilidades por los crímenes cometidos. A este intento respondió la publicación del «Documento final de la junta militar sobre la subversión y la lucha contra el terrorismo» y la sanción de la ley 22.924 de «Pacificación Nacional», conocida como de «Autoamnistía». Ambas formulaciones consagraban la no revisión de lo actuado en la «lucha contra la subversión» y la segunda declaraba, en su artículo 1º, «extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982. Los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiera sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares conexos».
Sin embargo, la erosión de la legitimidad del régimen militar hizo posible establecer mejores condiciones para la democracia. Apenas asumido, en diciembre de 1983, el gobierno democrático de Raúl Alfonsín puso en marcha una batería de medidas que restituía la cuestión de las responsabilidades de los crímenes cometidos. Para ello, en primer lugar elevó el proyecto de ley de derogación de la ley de facto de «Pacificación Nacional», que alcanzó su sanción el 22/12/1983. Simultáneamente, sancionó los decretos Nº 157 y Nº 158 (13/12/1983), que dictaminaban el enjuiciamiento de los dirigentes de las organizaciones armadas y de las cúpulas militares, respectivamente. Por último, mediante el decreto Nº 187 (15/12/1983), el Poder Ejecutivo daba creación a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) con el objetivo de esclarecimiento de los hechos, la recepción de denuncias y de pruebas de los acontecimientos represivos. De esta manera procuraba crear las condiciones institucionales para la concreción dos actos fundacionales para alcanzar un primer consenso en torno al «imperio de la ley»: el Informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas y el Juicio a las Juntas Militares (Vezzetti, 2002: 114-115).
De acuerdo a su conformación de 13 miembros y cinco secretarios, la CONADEP, dependiente del Ejecutivo, integrada por legisladores, personalidades públicas y miembros de organismos de derechos humanos funcionaba como una intersección entre el estado y la sociedad civil (Crenzel, 2008: 60).
Pese a las limitaciones dispuestas por el Ejecutivo, que dejaban a la comisión al margen del establecimiento de responsabilidades, la CONADEP recibió denuncias y testimonios de personas que reconocieron haber integrado grupos de tareas. Según el informe, los testimonios, antes de tener un contenido ético de arrepentimiento, denunciaban haber sido «abandonados por sus jefes» y haber estado atados a un «pacto de sangre» según el cual «escapar» significaba la propia eliminación. A su vez, la comisión tomó la iniciativa de enviar cuestionarios interrogando sobre lo actuado a los ex funcionarios del gobierno militar y publicar el listado de altos mandos que rechazó la propuesta (CONADEP, 1984: 263).
En el curso de la investigación, a fines de enero de 1984, la comisión tomó una decisión crucial al respecto: la redacción de un proyecto solicitando al poder Ejecutivo que garantizara la permanencia en el país de las personas presumiblemente relacionadas con las desapariciones y la sustracción de menores. En estas circunstancias, la CONADEP dejó de ser una mera instancia intermediaria entre la recepción de denuncias y la elevación de la prueba a la justicia para agenciar la construcción de una verdad sobre las desapariciones y sus responsables (Crenzel, 2008: 67-68). El decreto de creación de la CONADEP, despojaba a la comisión de prerrogativas judiciales a la vez que la obligaba a remitir a la justicia denuncias y pruebas relacionadas con la presunta comisión de delitos. Sin embargo, aún con este escaso margen de acción, la comisión puso en juego su autonomía. Frente a la demanda del Ministerio de Defensa de la remisión de pruebas para su elevación al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, la CONADEP decidió, por el voto de la mayoría de sus miembros, remitir la prueba a la Justicia Civil y dejar supeditada a los denunciantes el envío de copias de las presentaciones a la Justicia Militar. (Crenzel, 2008: 90-91)
En el proceso de escritura del Informe requerido por el Ejecutivo, emergió nuevamente el problema de cómo abordar las responsabilidades. Dentro de los límites impuestos por el decreto presidencial, cabía la posibilidad de alusión a los responsables denunciados. Luego de una serie de deliberaciones, se acordó que la lista de presuntos responsables no sería publicada, aunque se entregaría al Presidente para su disposición. Aún bajo este acuerdo, la división de la escritura del informe Nunca Más habilitó estrategias individuales de sus miembros y/o secretarios como la iniciativa de Graciela Fernández Meijide, quien decidió privilegiar la inclusión de los testimonios que nombraran a los responsables (Crenzel, 2008: 96). El 22 de abril de 1985 comenzó el juicio a los comandantes que integraron las sucesivas juntas militares. La estrategia de la fiscalía fue la de demostrar la responsabilidad conjunta y mediata de las juntas en la construcción de la ingeniería a partir de la cual se perpetraron numerosos casos de privación ilegítima de la libertad a través del cautiverio clandestino, la aplicación sistemática de la tortura, el asesinato de los cautivos, el robo y saqueo de sus bienes. Los fiscales buscaron, así mismo, demostrar que las Juntas habían negado sistemáticamente estos hechos y que dicho dispositivo había excedido la represión a la guerrilla (Crenzel, 1998: 138). La sentencia señaló la responsabilidad de los ex comandantes en la creación de un sistema clandestino, rehusando la idea de una conducción unificada y diferenciando las responsabilidades por armas. Esto se tradujo en condenas disímiles y absoluciones. De los nueve ex comandantes, el gral. Jorge R. Videla y el almirante Emilio Massera fueron condenados a prisión perpetua, el gral. Roberto Viola a 17 años de prisión, el almirante Armando Lambruschini a 8 años y el brigadier Orlando R. Agosti a 3 años y 9 meses y fueron sobreseídos por falta de evidencia el brigadier Omar D. R. Graffigna y los miembros de la tercera junta militar Leopoldo F. Galtieri, Jorge I. Anaya y Basilio A. Lami Dozo (Mántaras, 2005: 31). Al mismo tiempo, el punto 30 del fallo extendió la responsabilidad penal a los oficiales superiores a cargo de zonas, subzonas y áreas, así como a los «grupos de tareas» responsables de los «operativos», vejaciones y asesinatos dentro de los CCD (Crenzel, 1998: 141-142). Este punto habilitó la incriminación y juicio de los cuadros subordinados de las fuerzas y envalentonó los planteos y levantamientos militares cuyo efecto inmediato fue la sanción de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), que ponían coto a las acciones judiciales.
En este sentido, la clasificación de las transiciones a la democracia en el Cono Sur de América Latina discrimina los procesos históricos entre «transiciones pactadas con la corporación militar» y «no pactadas». Entre las «no pactadas», el proceso argentino habitualmente ha sido caracterizado como «transición por colapso», aludiendo a precipitación de la transición posterior a la derrota de Malvinas (Ansaldi, 2006: 534-539). Sin embargo, el levantamiento militar de la Semana Santa de 1987, los sucesivos y sus consecuencias políticas han motivado la reclasificación del caso por algunos analistas, que refieren, entonces, a la existencia de un «pacto postergado», que vino a consagrar el triunfo del realismo político, limitando así el horizonte de promesas éticas y de justicia inauguradas con la democracia (Quiroga, 2004: 29).
A pesar de la sanción de las leyes, hubo dos nuevos levantamientos, en 1988 y 1990, que motivaron la estrategia del entonces reciente presidente electo, Carlos Menem, que implementó los indultos a los «crímenes del pasado», dando amnistía a los militares involucrados en las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, a los detenidos por su actuación durante la guerra de Malvinas y a los involucrados en los levantamientos militares del período previo. Al año siguiente extendió los indultos tanto a los ex comandantes de las juntas como a los líderes de las organizaciones armadas presos o procesados. Dejó vigentes las penas destinadas a castigar a los militares «carapintadas» que habían protagonizado el último levantamiento (Jelin, 2005: 544). Todo esto supuso la clausura de los canales de judicialización por más de una década. Recién en 2001, con la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida se hizo posible reabrir las causas penales.
Víctimas
La vaguedad de la «condición subversiva» alentada desde el discurso publicitario tendió a desdibujar las fronteras de las identidades políticas, sindicales, sociales, culturales, resguardando la lógica operativa seguida por los agentes de la represión (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008). Ya antes del golpe circulaban discursos como la arenga con la cual inauguró el año 1976 el teniente coronel Juan Carlos Moreno:
«Los enemigos de la Patria no son únicamente aquellos que integran la guerrilla apátrida de Tucumán. También son enemigos quienes cambian o deforman en los cuadernos el verbo amar; los ideólogos que envenenan en nuestras Universidades el alma de nuestros jóvenes y arman la mano que mata sin razonar y sin razón (...) los seudo sindicalistas que reparten demagogia para mantener posiciones personales, sin importarles los intereses futuros de sus representantes ni de la Nación; el mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano; los Judas que alimentan la guerrilla; el soldado que traiciona a su unidad entregando el puesto del enemigo al centinela y el gobernante que no sabe ser guía ni maestro» (citado en Vázquez, 1985:15).
Sin embargo, en la práctica la ingeniería del terrorismo de Estado se sostuvo, antes que en la búsqueda del publicitado «virus de la subversión», en el seguimiento, fichaje y represión de redes sociales concretas que daban sentido a los individuos, redes reconstruidas a partir del trabajo de inteligencia y de la información arrancada a las víctimas (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).
La contracara del carácter clandestino de la represión es la inexistencia de registros oficiales centralizados -al menos conocidos- de los hechos de violencia perpetrados. Se ha podido corroborar que la confección de «fichas», que otorgaban un número a cada detenido a partir del cual eran identificados durante el cautiverio, era elaborada en los centros clandestinos de detención (CCD). Los datos obtenidos, a su vez, se enviaban a distintos servicios de inteligencia correspondientes a las distintas fuerzas o comandos conjuntos, cuyos archivos en su gran mayoría permanecen bajo el control de las fuerzas de seguridad o han sido destruidos. Al momento, no se conoce un destino cierto de centralización de la información. Esta situación hace imposible la contabilidad de las «matanzas» que tuvieron lugar. Impide, del mismo modo, la documentación de la cifra total de desaparecidos. El informe de la CONADEP, como ya mencionamos, logró evidenciar 8.960 casos de desaparición de personas a partir de la reunión de testimonios y documentación probatoria, de las cuales solo 1.300 fueron vistas en algún centro clandestino de detención antes de su desaparición final. Actualmente, los casos denunciados oficialmente alcanzarían aproximadamente los 10.000 casos, según la base de datos centralizada por Estado. La base de datos se enmarca en la ley Nº 46 de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, la cual designa una comisión pro-monumento orientada a relevar todos los nombres de personas asesinadas o desaparecidas entre 1969 y 1983. Es importante notar que se amplía considerablemente el período, en relación al documentado por la CONADEP en 1984 (1974-1983). La estimación histórica de los organismos de derechos humanos es la de 30.000 desaparecidos, el número mayoritariamente aceptado y reivindicado socialmente.
En contraste, las autoridades militares desmienten de plano que haya habido siquiera 7000 desaparecidos. Es emblemática en este punto la declaración del gral. Ramón Diaz Bessone, en la entrevista concertada con Marie-Monique Robin el 13 de mayo de 2003:
»¡Algunos hablan de 30.000, pero es propaganda!. La famosa comisión contó 7.000 u 8.000. ¡Pero en esa cifra hubo algunos que fueron encontrados en ocasión del terremoto de México! Otros murieron en combate y no se los pudo identificar, porque con frecuencia los guerrilleros destruían sus huellas digitales con ácido» (Robin, 2005: 440)
Recientemente ha surgido, en torno a la cuestión de la precisión de las cifras de desaparecidos, una serie de debates entre personalidades públicas, históricamente ligadas al campo de los derechos humanos que suscitó no pocas polémicas también entre los cientistas sociales. Graciela Fernández Meijide abrió mediáticamente la discusión sobre las cifras con el pretexto de poner en evidencia los déficits que persisten en el esclarecimiento de los crímenes cometidos y reforzar la urgencia de avanzar en la construcción de una verdad judicial. Su argumento propone la necesidad de un cambio en las estrategias de judicialización de los crímenes de lesa humanidad. La propuesta apunta a seguir el modelo sudafricano en lo atinente a la rebaja de penas a cambio de confesiones públicas. Frente a estos argumentos, Luis Eduardo Duhalde, al igual que ella una histórica figura dentro del campo de los derechos humanos y, desde 2003, Secretario de Derechos Humanos de la Nación, dio a conocer públicamente las variables que fundamentan la cifra de 30.000. La estimación tiene en cuenta la existencia de alrededor de 500 centros clandestinos de detención; las estimaciones sobre el número de prisioneros en centros clandestinos como la Escuela Mecánica de la Armada, Campo de Mayo, La Perla, Batallón de Tucumán, Circuito Camps, el Olimpo y el Atlético que, considerados en su conjunto, superan ellos solos el número de víctimas denunciado por la CONADEP; el cálculo en base a la proporción de habeas corpus presentados en el país; el número de 150 mil efectivos militares dedicados a la represión ilegal durante el período; los dichos de los jefes militares durante el régimen militar, sosteniendo la necesidad de eliminar a 30.000 personas y, por último, los datos provistos por los servicios de inteligencia que declaraban unas 22.000 víctimas en 1978, que constan en los informes de la Embajada Norteamericana del Departamento de Estado (Carta de Eduardo Luis Duhalde a Fernández Meijide, Perfil , 04/08/2009)
Más allá de los argumentos puestos en juego, la imposibilidad de contrastar empíricamente uno u otro cálculo es la evidencia palpable de una modalidad represiva clandestina que procuró no dejar huellas. En una escala que supera los miles, la cifra de 30.000 tiene la misma entidad que cada uno de los desaparecidos. En este punto, la discusión acerca de las cifras se vuelve improductiva.
El informe Nunca Mas además de dar cifras elaboró una caracterización de las víctimas y de las distintas modalidades represivas. Las personas que sufrieron períodos de detención-desaparición y luego fueron «liberados» y/o persisten en esa condición de «desaparecidos» son caracterizados según edad, sexo y de manera no excluyente según ocupación y/o profesión. De acuerdo a estas categorías, la población fue predominantemente masculina (70%) y concentrada en la franja etaria comprendida entre los 21 y 35 años (71 %). A su vez, se especifica que, del 30% de mujeres desaparecidas, el 3% estaba embarazado. La discriminación por categoría ocupacional y/o profesional revela que la mayoría de la población se distribuye entre obreros (30%) y estudiantes (21%). El resto se reparte entre empleados (17,9%), profesionales (10, 7%), docentes (5,7%), autónomos y varios (5%), amas de casa (3,8%), conscriptos y personal subalterno de las fuerzas de seguridad (2,5%), periodistas (1,6%), artistas (1,3%), religiosos (0,3%). Los casos documentados se concentran entre los años 1976 (45%), 1977 (35%) y 1978 (15%), aunque se registran ininterrumpidamente entre 1974 y 1980. Según estimaciones de los sobrevivientes, los CCD más poblados fueron «La Perla» en Córdoba, donde hubo entre 2.000 y 1.500 secuestrados según el testimonio de Graciela Geuna, «La ESMA» en Capital Federal, que alojó entre 3.000 y 4.500 detenidos según Martín Grass (Calveiro, 1998: 29). Otras estimaciones distinguen también al «Club Atlético» en Capital Federal con alrededor de 1.500 detenidos, «Campo de Mayo» donde los cálculos rondan los 4.000 casos y El Vesubio, donde se acercan a los 2.000, ambos ubicados en Gran Buenos Aires (Novaro y Palermo, 2003: 118).
Ahora bien, la categoría «detenido-desaparecido» no agota las variantes represivas implementadas durante la dictadura. La cifra de detenidos a disposición del PEN ascendió de 5.182 a la de 8.625. La desagregación según el período de detención permite discriminar 4.029 personas detenidas menos de un año, 2.296 de uno a tres, 1.172 de tres a cinco, 668 de cinco a siete y 431 de siete a nueve años. La categoría de exiliados políticos reúne entre 1975 y 1980 cifras que oscilan entre los 20.000 y 40.000 casos (cfr. Novaro y Palermo, 2003: 76). En el caso de los niños nacidos en cautiverio, la cifra registrada por la organización Abuelas de Plaza de Mayo y publicada por la CONADEP registraba 174 casos, entre los cuales sólo 25 habían sido hallados al momento de la publicación del informe. De la actualización de los datos resulta que en 2001 los niños buscados ascendieron a 300, de los cuales hasta febrero de 2001 fueron resueltos 72 casos (cfr. Dillon, 2001: 4).
Por último, vale la pena aclarar que, en general, ni las categorías represivas, ni las estimaciones parciales son excluyentes. Por ejemplo, fue habitual la circulación de personas por distintos centros de detención, que luego fueron legalizadas y pasadas a disposición del PEN. Otro caso recurrente fue el de detenidos-desaparecidos que, una vez liberados, pasaron al exilio.
Testimonios
Algunas reflexiones posteriores a la dictadura de los propios agentes de la represión ponen en evidencia, por un lado, la puesta en práctica de una estrategia represiva clandestina concebida de antemano para todo el territorio nacional y, por el otro, la complejidad que fue adquiriendo la puesta en marcha de esa ingeniería represiva:
«Toda la guerra estuvo basada en la división territorial en zonas, subzonas, sectores, algo que fue muy beneficioso por los resultados, pero muy problemático para la dirección de la guerra. Finalmente esto dispersaba los niveles de responsabilidad, porque cada uno se sentía propietario de un pedazo de territorio (…) Esto hace mucho más difícil el control por la jerarquía de la lucha contra la subversión» (Declaraciones del gral. Harguindeguy, 14/05/2003 apud. Robin, 2005: 447)
En este mismo sentido, es elocuente contraponer las declaraciones públicas que alentaron la condición «subversiva» durante el régimen militar, con las evaluaciones sobre lo actuado elaboradas por los mismos perpetradores:
«[Subversión] es también la pelea entre hijos y padres, entre padres y abuelos. No es solamente matar militares. Es también todo tipo de enfrentamiento social (Declaración del gral. Videla, en Revista Gente, nº 560, 15 de abril de 1976)»
«Sin duda los desaparecidos fueron un error, porque, si usted compara con los desaparecidos de Argelia, es muy diferente: ¡eran desaparecidos de otra nación, los franceses volvieron a su país y pasaron a otra cosa! Mientras que aquí cada desaparecido tenía un padre, un hermano, un tío, un abuelo que siguen teniendo resentimiento contra nosotros, y esto es natural…» (Declaraciones del gral. Harguindeguy, 14/05/2003 apud . Robin, 2005: 447)
En la práctica, la familia como unidad víctima de la represión dio lugar a una matriz genealógica de reivindicación y de rememoración. Tanto la desaparición de familias completas como la de alguno de sus miembros activaron la solidaridad de redes de parentesco:
«Como esposa, madre, hermana, tía, quisiera saber qué pasó con mi familia. Al perderla quedé en el desamparo y sin ningún recurso con dos hijas chicas. Mis hijos y mi esposo, mi hermano y mi sobrino eran gente de trabajo, honrada, sin antecedentes policiales. Tuve gran dolor que me llevaron un hijo asmático que precisa mis cuidados. Y a mi sobrino ¿por qué se lo llevaron al pobre? ¿por qué Dios mío se llevaron a todos y qué suerte han corrido? (Extracto del testimonio ante del secuestro de Juan Carlos Márquez, 49 años obrero ferroviario; Ramón Carlos Márquez, 23 años; y Benito Lorenzo Márquez, 21 años, ambos obreros textiles; Norma Lidia Mabel Márquez, 19 años, empleada; Carlos Erlindo Ávila, 40 años obrero de la alimentación y su hijo Pedro, 17 años. Denuncia ante la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, 1982 apud . Duhalde, 1999: 335)
«Nuestro pañuelo tiene su propia historia, cuando se hizo la Marcha a Luján, principalmente de estudiantes, decidimos ir. Pensamos entonces en la forma de encontrarnos y reconocernos; es cierto que muchas nos conocíamos las caras, en el rostro llevábamos la tragedia de la desaparición de nuestros hijos, pero ¿cómo íbamos a reconocernos en medio de la multitud? Entonces decidimos llevar algo que nos identificara. Así una madre sugirió que nos pusiéramos un pañal de nuestro hijo, porque ¿qué madre no guarda un pañal de su hijo? Y así lo hicimos. Después, ese pañal llevó el nombre del hijo desaparecido y la fecha, inclusive, algunas prendieron en él la foto de su hijo. Más adelante escribimos la consigna ‘Aparición con vida’, y, como nos dijo un psicólogo: ‘Ustedes ‘socializaron’ la maternidad’; ya no pedíamos por uno, sino treinta mil, por todos los hijos» (Testimonio de Juanita de Pergament, miembro de Asociación Madres de Plaza de Mayo, s/f apud . Caraballo, Charlier y Garulli, 1998: 132)
Este capítulo atroz de la historia argentina, aún abierto, instaló socialmente la urgencia de la verdad, el imperativo de justicia y el deber de memoria. Fue célebre el alegato de acusación del Dr. Julio Strassera a los ex comandantes en el juicio a las juntas militares en 1985:
»Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la Nación Argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia moral de los argentinos halla descendido a niveles tribales nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del combate. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el Gobierno y el control de sus Instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre, que el sadismo no es una ideología política, ni una estrategia bélica, sino una perversión moral; a partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores en base a los cuales se constituyó en Nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal (...) Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: 'Nunca Más'» (apud. El Diario del Juicio, 17/09/1985: 12)
Memorias
La pronta clausura de los canales de judicialización reforzó entre los organismos de derechos humanos la necesidad de velar por un «deber de memoria». Para ello, se fijó un calendario de rituales con fechas convocantes: el aniversario de la fundación de las Madres de Plaza de Mayo (30 de abril), el de Abuelas de Plaza de Mayo (22 de octubre), el día de la Vergüenza Nacional (29 en octubre) y la marcha de las «Resistencia por la vida» (10 de diciembre). El punto máximo de concentración de conmemoraciones y de condensación de sentidos es el día aniversario del golpe de Estado: cada 24 de marzo (cfr. da Silva Catela, 2001: 169).
El impacto social del informe Nunca Más y los juicios a las juntas militares instaló una verdad y un reclamo ético. La narrativa humanitaria que se privilegió en el informe presentaba a los desaparecidos como «seres humanos cuyos derechos habían sido avasallados», evitando dar detalles sobre sus adscripciones políticas y/o vinculaciones con la guerrilla que pudiesen inducir a la opinión pública a elaborar justificaciones de las violaciones perpetradas. Esta estrategia instaló una primera narrativa de memoria, reapropiada mayoritariamente por los organismos de derechos humanos, que apelaba a una imagen de «víctima». En paralelo, esta imagen habilitó la visibilidad de otras demandas, en particular, de la organización Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS) que reclamaba al gobierno la creación de otra comisión que investigara los hechos perpetrados por la guerrilla (cfr. Crenzel, 2008: 65 y 96). En medio de estas tensiones, la batalla por el sentido fue ganada coyunturalmente por la interpretación que pasó a la historia como la «teoría de los dos demonios», la cual situaba a la sociedad entera como «víctima» de dos demonios, tanto de la violencia guerrillera y como del terrorismo de Estado que la primera habría desatado.
Ha pasado a formar parte del acervo del sentido común la idea de que la «teoría de los dos demonios» fue plasmada en el prólogo al informe de la CONADEP. Sin embargo, otras interpretaciones como las de E. Crenzel (2008) sugieren que, en verdad, dicha formulación tuvo lugar en la introducción que el entonces ministro del interior, Antonio Troccoli, dio al programa televisivo destinado a difundir los avances de la CONADEP, emitido el 4 de julio de 1983. En efecto, las versiones varían en la ponderación de los medios: mientras que el prólogo ponía énfasis en la distancia abismal entre la violencia ilegal implementada desde el Estado y la violencia guerrillera, la versión televisiva-que finalmente se impuso- hacía hincapié en la equiparación de los medios empleados.
»De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas (...) Se nos ha acusado, en fin de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976. Por el contrario, la comisión ha repudiado siempre aquel terror (...) Nuestra misión no era investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualquiera que fueran, proviniesen de uno u otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos « (CONADEP, 1984: 10-11)
El énfasis en la diferencia entre los «muertos del terrorismo» y el «sistema de desaparición de personas» establece la discontinuidad entre un «terror» y otro. En cambio, la introducción obligada que circuló por la T.V. funcionó como la condición para emitir los avances de la investigación realizada por la CONADEP, al tiempo que, como la cláusula que garantizaba al gobierno que no se condenara públicamente sólo al «terrorismo de Estado»:
»Tróccoli legitimó a la CONADEP calificando de 'patriótica' su tarea, pero de inmediato advirtió que su relato no comprendía la historia completa de la violencia al señalar que 'la otra cara se inició cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras'» (cfr. Crenzel, 2008: 82)
Esta interpretación tiene «ecos» en diversos sectores sociales hasta nuestros días. Sin embargo, nuevos acontecimientos dan aliento al surgimiento de otras claves interpretativas del pasado reciente. A mediados de los años 1990, una serie de acontecimientos públicos reavivó la memoria social. Por un lado, el escándalo provocado por las declaraciones del capitán Adolfo Scilingo acerca de la metodología de desaparición de personas, conocida desde entonces como «vuelos de la muerte», en los cuales se arrojaba al Río de la Plata a detenidos aún vivos. Por el otro, la aparición pública de una nueva organización de derechos humanos, HIJOS (Hijos por la Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio) que imprimió una narrativa generacional que desplazaba la imagen de «víctima» para instalar la necesidad de «recuperar el sentido de la militancia política y social de los años 1970» (cfr. Bonaldi, 2006). Junto con esta narrativa, este grupo inauguró una nueva metodología de denuncia pública, el «escrache» a los represores, el cual, en el marco de canales de judicialización clausurados, buscaba instalar la estigmatización y sanción social de los responsables (cfr. da Silva Catela, 2001: 267). Simultáneamente, a partir de ese mismo año se ponen en marcha diversas estrategias de judicialización alternativa. En el exterior se inician los procedimientos para procesar a los militares argentinos en España e Italia. En el plano nacional, la querella criminal por «delito de sustracción de menores», presentada por la organización Abuelas de Plaza de Mayo, habilita la reapertura de procesos a los ex comandantes Videla y Massera. A su vez, las declaraciones de Scilingo dan el puntapié inicial a un proceso inédito, la apertura de los Juicios por la Verdad. Frente a la clausura de las causas penales, estas causas permitían mantener vivos los juicios aunque sin resultados punitivos. Apelando a los principios resguardados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el objetivo de las causas era resarcir las violaciones al derecho de la verdad y el duelo. En estas condiciones, el gobierno argentino se comprometía a garantizar el derecho a la verdad, consistente en el agotamiento de todos los medios para alcanzar el esclarecimiento de lo sucedido con los desaparecidos. Iniciado en 1998 en La Plata y en la Capital Federal, a partir de 1999 este impulso se extendió a las jurisdicciones de Rosario, Mendoza, Salta, Jujuy, Chaco y Mar del Plata. En todos los casos, los emprendedores fueron los organismos de derechos humanos, acompañados de familiares de víctimas. Estas causas tuvieron distintas repercusiones: para algunos fueron meros paliativos, para otros la única alternativa para mantener viva la esperanza de reapertura de los juicios penales. De hecho, habilitaron la construcción de las pruebas que permiten hoy dar curso a las causas penales (cfr. Miguel, 2006: 25-28).
En este clima, en 1996, el aniversario de los 20 años del golpe militar volvió a ocupar un lugar central en la atención pública. Las iniciativas fueron emprendidas por los organismos de derechos humanos, a los cuales se sumaron diversas organizaciones sociales, con muy escasa participación del Estado nacional (cfr. Jelin, 2005: 548). Al poco tiempo el Estado comenzó a asumir un rol activo en el campo de la memoria. Las reivindicaciones de memoria ingresaron paulatinamente a la agenda estatal: en marzo de 1998, cobró forma la propuesta de construcción de una Parque de la Memoria, en el marco más amplio de un proyecto del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, «Buenos Aires y el Río», que incluía tres monumentos: a las víctimas del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), a las víctimas del terrorismo de Estado y a los Justos de las Naciones (cfr. Tappatá de Valdez, 2003: 97).
En 2001, la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictada por el juez Gabriel Cavallo, potenció la reapertura de los juicios penales a los represores de la última dictadura. Progresivamente, los organismos de derechos humanos empezar a ganar espacios en el Estado: en 2002 la Ley 961 crea en el ámbito del Gobierno de la Ciudad el Instituto Espacio para la Memoria (IEMA) integrado por representantes de los organismos y del poder legislativo y ejecutivo. Con más fuerza, a partir de 2003, el gobierno de Néstor Kirchner hace de la materia derechos humanos una política de Estado. Ese mismo año, mediante el decreto 1259/03, se funda el Archivo Nacional de la Memoria. De acuerdo a la ley 26.085 el 24 de marzo es consagrado efeméride nacional y feriado laboral a partir del 2006. A su vez, a la lógica archivística y conmemorativa se suma una política patrimonialista: por medio de la resolución Nº 172, del 20 de febrero de 2006, se establece la intangibilidad de los sitios donde funcionaron centros clandestinos de detención. En este marco, los ex CCD Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) (Capital Federal) y La Perla (Córdoba) funcionan actualmente como «Espacios para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos», entre otros ex CCD en fases previas a su institucionalización como «sitios de memoria». El caso de Campo de Mayo (Buenos Aires) se encuentra en la etapa de realización de homenajes y construcción del Espacio para la Memoria. Algunos casos como el del ex CCD «El Faro» Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina (Punta Mogotes-Buenos Aires) están aún en la fase de identificación; otros ya entraron en la etapa de señalización como el «Escuadrón de Comunicaciones 2» (Paraná - Entre Ríos) y Batallón de Arsenales 5 - Miguel de Azcuenága (Tucumán). Por último, los predios de «La Escuelita» - Escuela «Diego de Rojas» Famaillá, (Tucumán) y Batallón de Infantería de Marina (BIM 3) (Ensenada-Buenos Aires) están en proceso de expropiación. A su vez, los casos del viejo aeropuerto y base «Almirante Zar», en Trelew (Chubut) y del «Chalet Hospital Posadas 9» (Palomar-Buenos Aires), que no han sido estrictamente CCD sino lugares emblemáticos de violencia de masa, forman parte del mismo proyecto. Estos datos han sido tomados del Archivo Nacional de la Memoria.
En este escenario, donde el Estado interviene impulsando políticas de memoria, las disputas salen a luz con virulencia: nuevos y viejos actores que reformulan viejas demandas, reivindicando «la otra parte de la verdad» o «la memoria completa».
Desde el 2000, pero con más visibilidad a partir del 2003, Argentinos por la Memoria Completa , liderados inicialmente por Karina Mujica, estableció vínculos con diversos grupos y actores provenientes de los servicios de inteligencia, como el Servicio Privado de Informaciones y Noticias (SEPRIN) y de las Fuerzas Armadas, como la Asociación Unidad Argentina (AUNAR), la Unión de Promociones Navales y la Revista Cabildo , en su vocación por homenajear a los «héroes y mártires que combatieron la subversión». De esta misma red forman parte otros grupos como la Asociación Víctimas del Terrorismo de Argentina (AVTA), conducida por Lilia Genta y José Luis Sacheri, o la Asociación Familiares y Amigos de los Presos Políticos Argentinos (AFyAPPA), liderado por Cecilia Pando, esposa de un militar pasado a retiro por el gobierno de Néstor Kirchner, cuyo órgano de difusión Revista B1 –Vitamina para la memoria de la guerra en los ‘70 es una abierta provocación a la política de Estado. Colectivamente, estos diversos grupos buscan impulsar un día nacional, el 5 de Octubre, que fije el homenaje a las «Víctimas del Terrorismo» (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).
En la medida en que el régimen de memoria se estructura fundamentalmente en torno al activismo de los afectados y familiares, incluso devenidos en funcionarios estatales, tiende a reforzarse una formación polarizada de memorias y olvidos. En contraste, para algunos analistas, el horizonte de construcción de una conciencia colectiva de responsabilidad parece posible solo cuando las víctimas son ajenas:
«No se trata de la transmisión de un acontecimiento sagrado: ese es el punto de vista que suele predominar en las víctimas y sus representantes y da lugar a que se sientan portadores de una verdad que sólo ellos pueden administrar. Tampoco se trata de una denuncia moral que las jóvenes generaciones podrían dirigir a sus mayores. El núcleo del problema radica en la posibilidad, dirigida a los que no fueron protagonistas, de una recuperación crítica, reflexiva, de los hilos que unen su percepción y sus juicios a las herencias de aquel pasado» (Vezzetti, 2009: 48).
Interpretaciones generales y jurídicas de los hechos
En la Argentina, el debate sobre el uso jurídico del término genocidio cobró fuerza fundamentalmente a partir de los escritos y sentencias del Juez Baltasar Garzón en relación con las dictaduras latinoamericanas a fines de los años 1990. En concreto, en 1997 la justicia española inició una causa contra los militares argentinos por los «delitos de terrorismo y genocidio» que cayó bajo la competencia de Garzón. En este contexto se inscribe la sentencia del 2 de Noviembre de 1999, de su propia mano, que pone en cuestión la exclusión de la categoría de grupo político de la definición de genocidio establecida por la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. La versión definitiva del artículo 2º de la convención estableció: «Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza a miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo». A su vez, Garzón elabora una justificación que establece la pertinencia de las tipificaciones de «grupo nacional» y «grupo religioso» para el caso argentino considerado en su conjunto y del «grupo étnico» para el tratamiento especial dirigido a la población de argentinos judíos. Siguiendo las argumentaciones que propone el juez, la pertinencia de la caracterización de «grupo nacional» respondería a una aniquilación parcial de la población argentina, eliminación que fue capaz de alterar las relaciones sociales de la vida social en su conjunto y la plausibilidad de la adjudicación de «grupo religioso» tendría que ver con la construcción de la identidad del régimen en torno a una «occidentalidad cristiana».
Un segundo hito en la utilización jurídica del término tiene lugar a partir de la reapertura de las causas penales en el país. Las sentencias dictadas en los juicios al ex comisario Miguel Etchecolatz (2006) y al sacerdote Cristián Von Wernich (2007) se encuadran en el «marco de un genocidio».
En el caso del ex comisario la sentencia dictaminó:
»Etchecolatz es autor de delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de un genocidio , que evidenció con sus acciones un desprecio total por el prójimo y formando una parte esencial de un aparato de destrucción, muerte y terror. Comandó los diversos campos de concentración en donde fueron humilladas, ultrajadas y en algunos casos asesinadas las víctimas de autos. Etchecolatz cometió delitos atroces y la atrocidad no tiene edad. Un criminal de esa envergadura, no puede pasar un sólo día de lo que le reste de su vida, fuera de la cárcel» (citas textuales del fallo apud . Puentes , 2006)
En el caso de Von Wenich, el tribunal volvió a usar la fórmula «en el marco del genocidio», retomando la argumentación anterior, pero ahora enriqueciéndola con los aportes de dos trabajos, uno proveniente de las ciencias sociales, el otro de las ciencias jurídicas. El primero titulado, El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina y Genocidio en la Argentina , de Daniel Feierstein (2007) y el segundo, Genocidio en la Argentina, de Mirta Mántaras (2005).
La causa de Von Wernich instaló un desafío en torno a la definición de la identidad del grupo nacional para la fundamentación del «marco del genocidio». Este desafío surgía de la multiplicidad de pertenencias sociales y políticas que reunían las víctimas: empresarios, militantes peronistas de «derecha» y de «izquierda», periodistas que adhirieron al golpe de Estado, amas de casa sin militancia previa. Para sortear este obstáculo, el tribunal se valió del trabajo de Mántaras para fundamentar que el grupo nacional afectado por el «genocidio» no era preexistente sino construido por los mismos agentes de la represión en torno a todo individuo que se opusiera al plan económico implementado o que fuera sospechoso de entorpecer los fines de la empresa militar. Para reforzar esta idea, los jueces apelaron al concepto de «genocidio reorganizador» elaborado por Feierstein, caracterizado como un modelo de destrucción y refundación de relaciones sociales (cfr. Badenes y Miguel, 2007: 16-17).
El esfuerzo por instalar jurídicamente el término de genocidio convive con la imposibilidad legal de condenar en el marco de la nación por «delito de genocidio». El impedimento resulta de la inexistencia del tipo penal de genocidio en el Código Penal de la Nación. En ese marco, si bien la ratificación argentina del Acuerdo sobre Privilegios e Inmunidades de la Corte Penal Internacional otorgada en 2007 concibe el tipo penal de genocidio, la aplicación de este «delito internacional» no puede ser retroactiva (cfr. Badenes y Miguel, 2007: 16-17).
En el plano de las ciencias sociales, las discusiones en torno a la potencialidad analítica del concepto de «genocidio» para dar cuenta de la violencia de masas sufrida durante la última dictadura representan un debate todavía abierto.
Entre las posiciones proclives a sostener la pertinencia del concepto de genocidio para el caso argentino, uno de los referentes más prolíficos es el ya mencionado de Daniel Feierstein. El autor desarrolla un complejo argumento en diversos libros y publicaciones donde justifica la adecuación del término.
En primer orden, considera válida la caracterización de «grupo nacional» para el caso argentino aduciendo que los perpetradores se propusieron destruir un determinando entramado de relaciones sociales, a los fines de producir una modificación sustancial capaz de alterar la vida del conjunto de la sociedad. En segundo lugar, asume que la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio incluye al «grupo racial», basándose no en la discriminación positiva de razas sino en la construcción imaginaria del concepto de raza en tanto metáfora de construcción de la alteridad. A partir de allí hace un ejercicio de analogía entre la concepción biologicista del genocidio nazi, definido sobre las diferencias raciales de los individuos, con el carácter «degeneracionista» que asumieron las acciones del llamado «delincuente subversivo» para las autoridades militares:
El delincuente subversivo se caracteriza por una serie de acciones de orden socio-político –no individuales, sino mayoritariamente colectivas– pero, al igual que en el caso de judíos y gitanos para el nazismo, las consecuencias de sus acciones asumen caracteres de degeneración que remiten a la metáfora biológica y requieren un tratamiento de emergencia, separando lo sano de lo enfermo y restituyendo la salud al cuerpo social, mediante un tratamiento penal máximo que será, a la vez, secreto, ilegal y extensivo (...) Las víctimas del genocidio en Argentina se caracterizan directamente por su militancia, entendiendo en sentido amplio a este concepto, que permite incluir al cuadro político-militar de las organizaciones armadas de izquierda como al delegado de fábrica, al miembro de un centro estudiantil secundario o al vecino que pilotea las experiencias del club barrial (Feierstein, 2006: 30).
Por último, Feierstein acerca el «grupo político» -excluido de la Convención- al «grupo religioso» al igualarlos en tanto «sistemas de creencias» y al proponer que el análisis del genocidio argentino en los términos de una batalla ideológica que asume caracteres religiosos, gracias al involucramiento de la iglesia católica y a la definición del régimen genocida en función del eje de la occidentalidad cristiana, sugiere la pertinencia de «genocidio religioso», el cual parece corresponderse mucho más con los hechos ocurridos que la definición de politicidio o genocidio político.
Para el autor, la potencialidad del uso de esta categoría reside en la posibilidad de establecer:
«la existencia de un hilo conductor que remite a una tecnología de poder en la que la ‘negación del otro’ llega a su punto límite: su desaparición material (la de sus cuerpos) y simbólica (la de la memoria de su existencia)» (Feierstein, 2004: 88).
Para otros autores, en cambio, es esta concepción teleológica la que ha conducido a un abuso del término:
»en la Argentina la noción y las representaciones del genocidio han desbordado ampliamente la acepción jurídica. No sólo ha quedado establecido como el término que designa los asesinatos masivos del terrorismo de Estado sino que, en una acepción mucho más amplia, se usa a menudo para calificar las políticas económicas en curso y sus efectos de pobreza, marginación y violencia estructural. Comencemos por lo más obvio: llamar genocida a las consecuencias de una política económica no sólo implica un desconocimiento del concepto, sino que, lo que es más grave, conlleva a una injustificable trivialización de las experiencias históricas de los crímenes masivos del siglo XX, incluyendo la masacre argentina» (Vezzetti, 2002: 160).
Quienes se oponen al uso del término para el caso argentino lo hacen en función de la naturaleza esencialmente política de la represión y de las víctimas elegidas (cfr. Sigal, 2001; Romero, 2002), en contraste con la pasividad de las víctimas de genocidio, asimiladas a un grupo identitario al margen de la lucha política (cfr. Vezzetti, 2002: 164).
Ambos enfoques, aún con argumentaciones claramente diferenciadas, son solidarios con la narrativa de memoria actualmente más extendida, que hace de la militancia (política, social, sindical, religiosa) el atributo característico y determinante de las víctimas del terrorismo de Estado. El intento por encontrar una lógica explicativa de la violencia de masas sufrida impulsa a menudo a los cientistas sociales y actores políticos a simplificar la complejidad del proceso represivo, la trama cívico-militar de responsabilidades y la diversidad social de las víctimas, ya sea recurriendo a un atributo homogeneizador como la militancia -determinante en muchos casos, pero no en otros tantos, igualmente significativos- y/o imputando a los hechos la eficacia reorganizadora de un tipo de violencia genocida. En este ejercicio se diluye la potencialidad simbólica de la categoría jurídica adoptada en el país para la judicialización de estos crímenes: la de «delitos de lesa humanidad». Esta categoría englobante, de la cual el genocidio es sólo una especie, condensa la fuerza de la sanción sobre el Estado criminalizado, antes que sobre las características de las víctimas.
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